160. Los perros no piden permiso para morder.
Narra Ruiz.
Los primeros gritos se escuchan como un eco lejano, como si no fueran para mí.
Pero cuando el vidrio de la ventana del fondo estalla con un ¡crack! limpio, me doy cuenta de que la fiesta terminó.
—Están adentro —murmura Torrez desde el pasillo, con la voz calmada de un enterrador.
Asiento. No me sobresalto. No corro.
No soy de los que corren.
Todavía no.
Salgo al comedor. Lorena está ahí, esposada, con la cara más pálida que su conciencia, y sin embargo, con esa mirada de serpiente que aprendí a odiar y a desear al mismo tiempo.
—Fuiste vos —le digo, sin levantar la voz—. Activaste el teléfono.
Ella no responde. Pero la sonrisa le tiembla, como una vela antes de apagarse.
Torrez entra detrás mío, ya armado, con el cuchillo en la cintura y el fusil cruzado en el pecho. Me mira, esperando órdenes. Siempre esperando órdenes.
Mi perro más fiel.
—Capitán Ruiz —grita una voz desde afuera—. ¡La casa está rodeada! ¡Tire el arma y salga con las manos en alto!
Y entonces sonrío.
Es