127. El precio de una llamada.

Narra Lorena.

Lo tengo en la mano. Negro, cálido todavía por su piel, con la pantalla apagada como un ojo ciego que no sabe a quién mirar. El celular de Ruiz. Es como si cargara un explosivo de precisión entre las manos, uno que no suena, que no vibra, que no avisa, pero que puede detonar mi mundo en un solo pitido.

La habitación está sumida en una penumbra deliciosa, llena del perfume animal de los dos cuerpos exhaustos. Ruiz respira con profundidad, boca entreabierta, el rostro inclinado hacia el costado, con esa calma que solo le conozco después de hacerme suya con la violencia de una tormenta. Lo veo dormir y no lo reconozco: parece humano. Casi tierno. Como si el odio que lo alimenta se hubiera replegado a sus costillas solo por unas horas. Pero yo no duermo. Yo no respiro tranquila. Yo no tengo ese lujo.

Aprieto el celular con más fuerza. Hace segundos que lo robé de la mesa de noche. Ahora está conmigo, bajo la sábana, pegado a mi vientre, escondido como una serpiente de crista
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