Narra Lorena.El permiso se siente como una mentira disfrazada de privilegio.Ruiz me ha dicho que puedo moverme por donde quiera dentro de la mansión. Que soy libre. Que solo me comporte bien y pronto veré a Danny. "Unos minutos", dijo. Como si se tratara de una concesión. Como si fuera un don inmerecido que sólo podría recibir si juego a ser sumisa. Si juego a ser suya.Pero lo que más me irrita no es su control. Es lo fácil que me he acostumbrado a sus reglas. A su manera de mirar. A su forma de hablarme como si me conociera desde antes de que yo supiera pronunciar mi propio nombre.Y aun así, acepto la farsa. Porque la necesidad arde más que el orgullo. Porque Danny está aquí, en algún rincón de esta mansión descomunal que parece crecer cada vez que la recorro.—¿Por dónde desea empezar, señora? —me pregunta una de ellas. Es la más alta. Morena. De rostro delgado y ojos hundidos como pozos.La otra no habla. Tiene el cabello rubio platinado, un vestido ajustado que le cubre apen
Narra Lorena.El comedor parece sacado de un museo. Un techo alto con lámparas de araña, tan grandes que podrían aplastar a un caballo si cayeran. Cortinas pesadas, rojas como el interior de una herida. La mesa, larguísima, está dispuesta como si fueran a venir embajadores. Pero no hay nadie más que él. Y yo.Y eso es peor.Ruiz se sienta al extremo, erguido, su copa de vino como una extensión de su mano. Yo estoy al otro. Un ejército de cubiertos me rodea, como si me prepararan para una disección. Las mujeres que me acompañaban se han esfumado. Solo quedamos nosotros, y una sinfonía suave que suena desde algún rincón invisible. Un cuarteto de cuerdas. Mendelssohn, creo. O quizás algo peor: algo compuesto para enloquecer lentamente.Un camarero aparece, silencioso, vestido de negro. Sirve sopa en mi plato con movimientos tan exactos que parece una coreografía. No puedo evitar notar que su cuello tiene un tatuaje cubierto a medias por el cuello alto. No miro más. Estoy rodeada de c
Narra Ruiz.Los del sur siempre fueron bravos en boca ajena. Y ahora, después de que la muertita de Clarita les sopló que podían desafiarme, se creen intocables. Pobres diablos. Todavía no entienden que no están en guerra conmigo. Están en la lista.El café humea en mi mano izquierda. La derecha está ocupada, acariciando el lomo del fusil FN SCAR que pienso estrenar esta noche. Afuera, el sol se retuerce entre los ventanales de la sala de armas. La mansión está en calma. Muy en calma. Y eso solo significa una cosa: sangre en el horizonte.—¿Querés una lista de los que se les unieron? —me pregunta Milo, mi segundo. Está nervioso. Siempre lo está antes de una masacre. Se le nota en cómo juega con el anillo que le regaló su hermana muerta. La ironía lo acaricia: eso es lo que les va a pasar a los del sur también. Un regalo. De plomo.—No me importa cuántos sean —le digo, sin mirarlo—. Mostrame dónde están. El resto se resuelve con balas.Y así empieza la danza. Ellos se preparan cr
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Narra Lorena. Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a o
Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me
Narra Lorena. Dicen que para salir del barro hay que ensuciarse un poco más. Yo aprendí a revolcarme con estilo. Ruiz no es tonto. Por eso lo beso más fuerte. Por eso le muerdo los labios como si fueran míos. Porque sé que cada caricia lo hace bajar un poco la guardia, y cada jadeo le nubla la vista justo donde necesito que deje de mirar. Cuando me levanta, cuando me apoya contra esa cama que no es suya ni mía, solo una excusa en medio de la guerra, yo no estoy pensando en su cuerpo. Estoy contando segundos. Midiento reacciones. Buscando grietas. Porque mientras él me recorre con manos firmes, yo repaso mentalmente cada cosa que escondía en su chaqueta. La foto arrugada del viejo al que mandaron a dormir bajo tierra. El papelito con una dirección anotada a mano. Una llave. Una marca. Una pista. Y entonces sus labios bajan por mi cuello y yo me arqueo, exagerada, como si eso me dominara. Pero no me domina. Solo me despierta algo que hace rato tenía dormido, y eso es jod
Narra Lorena. Más tarde… Cuando mis tacos pisan el suelo de mármol falso del salón principal, algo en mi pecho se afloja. No es alivio. Es ese tipo de vacío que aparece cuando sobrevivís a una tormenta pero sabés que otra viene detrás. Me siento en el borde del escenario, donde hace unas horas bailaba envuelta en lentejuelas y mentiras, y me saco los zapatos con rabia. Me lastiman. Me cortan como las palabras de Carlo. Y ahí, sin querer, sin buscarlo, se me cuela un recuerdo. Uno de esos que todavía no logro expulsar del cuerpo. Fue hace años… Carlo tenía el pelo más largo y menos odio en la mirada. Me recogía en la puerta del hostel con un ramo de flores robadas de alguna plaza y un cigarrillo en la comisura de los labios. Yo venía de bailar por monedas en bares pegajosos, y él… Él me hizo sentir, por primera vez, que no era desechable. —Con ese cuerpo, nena, vas a tener el mundo a tus pies. Pero primero… te lo doy yo. Me reí en su cara, como hago siempre que me quieren vend