109. El miedo disfrazado de lujo.
Narra Lorena.
La mansión huele a flores muertas. No lo digo porque estén marchitas, sino porque no importa cuán perfectas se vean: están cortadas, privadas de su raíz, obligadas a decorar la opulencia de un lugar donde todo respira poder, pero nada está realmente vivo.
Camino sin hacer ruido, aunque mis tacones lo contradigan. Los pasillos son largos, alfombrados, con vitrales en lo alto que filtran la luz como si Dios mismo estuviera preso entre esas paredes. Todo parece diseñado para que uno olvide dónde está. O para que se le borren las ganas de escapar.
Estoy sola. O eso quiero creer.
Las monjas de salón ya no me siguen, al menos no de forma evidente. Pero sé que hay cámaras. Sé que Ruiz ve todo. Que puede ver cómo mis dedos acarician los marcos dorados, cómo me detengo frente a los cuadros, cómo miro las esculturas que decoran las esquinas con una mezcla de admiración y repulsión.
Todo en esta casa tiene precio. Incluso yo.
Al cruzar uno de los corredores principales, veo u