Tendrán que matarme primero.
Catalina sostenía el volante con ambas manos, tratando de mantener el control mientras la lluvia azotaba con furia el parabrisas.
En el asiento trasero, Lana y Elian dormían abrazados a sus peluches, con la respiración tranquila, ajenos al mundo.
Esa paz inocente era lo único que la mantenía en pie.
Habían salido de la casa de Sara hacía poco más de media hora.
La reunión había sido larga, pero también necesaria.
Sara se había convertido, en medio de todo, en la única persona en la que Catalina podía confiar.
No solo por las pruebas que le había entregado, sino porque la había tratado como a una amiga, y los niños la adoraban.
Aun así, sus últimas palabras la seguían atormentando: “Ten cuidado. Ellos no se detendrán tan fácil.”
Catalina apretó el volante, intentando calmar la ansiedad que le subía por el pecho.
El camino estaba vacío, solo se oían los golpes sordos de la lluvia y el motor.
Miró por el retrovisor por ené