Me lo quitó todo.
Un estruendo quebró la quietud en la mansión Delcourt, un jarrón estalló contra el mármol y sus fragmentos rebotaron por el suelo como si fueran metralla.
Luciano, con el rostro desencajado, recorría el salón principal a pasos erráticos, incapaz de contener la furia que lo consumía. Arrancaba cuadros de las paredes, volcaba sillas, pateaba muebles, y cada golpe llevaba la carga de un odio que amenazaba con destruirlo a él mismo.
No le importaba que todo lo que había en esa casa fuera de Catalina.
—¡Me lo quitó todo! —rugió, con la voz rasgada por la desesperación y el veneno del fracaso—. ¡Catalina me lo arrebató todo! ¡Mis hijos, mi empresa, mi nombre, mi reputación!
Su respiración era un jadeo animal, y sus ojos brillaban con un fulgor enloquecido.
La rabia había borrado la elegancia fría con la que solía presentarse al mundo, ya no quedaba rastro del empresario calculador ni del hombre encantador que seducía con una sonrisa.
Frente a Margot y Adeline solo había un animal herido, ac