El pasado ya me arrebató demasiado.
La Casa de los Cerezos respiraba vida.
Entre cajas apiladas en los pasillos y muebles que poco a poco encontraban su lugar, los niños habían hecho del jardín su propio reino.
Elian corría bajo los árboles con una risa aún temblorosa, como si estuviera aprendiendo a usarla, mientras Lana, con una cometa roja que se tensaba contra el cielo, lo seguía con pasos firmes y seguros, el cabello ondeando como una llamarada indomable que desafiaba al viento, como si ella misma representara la libertad que tanto les había sido negada.
Catalina los contemplaba desde el umbral del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos empañados por una emoción que le apretaba la garganta hasta doler.
Permitió que aquella escena se grabara en su memoria como un sello eterno, consciente de que en esas risas estaba la respuesta a cada lágrima derramada, a cada noche en vela, a cada cicatriz invisible que había marcado su piel y su espíritu.
Allí, en ese instante fugaz, comprendió que su lucha no ha