La casa de los cerezos.
El coche se internaba por un camino angosto bordeado de árboles altos, cuyas ramas se entrelazaban en lo alto, formando un túnel natural que parecía separar el mundo exterior de aquel refugio secreto.
La ciudad quedaba atrás, con su ruido y su veneno, y a cada kilómetro la atmósfera se transformaba, volviéndose más pura y serena.
Catalina miraba en silencio por la ventanilla, observando cómo las luces urbanas se apagaban lentamente.
Cada curva de la carretera era un recordatorio de que se alejaba de Luciano, de Margot y de las sonrisas envenenadas que había enfrentado durante el almuerzo.
Iba recostada en el asiento trasero, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Sus dedos, fríos y tensos, parecían aferrarse a los restos de la rabia y la impotencia que aún ardían en su interior.
A su lado, Julián mantenía la vista fija en la carretera, su perfil recortado por la luz intermitente de los faros. No pronunciaba palabra, pero su presencia era un escudo silencioso, una promesa de que y