Las luces no estaban encendidas. Pero había un resplandor cálido, tanto que parecía irreal.
Lisandro parpadeó, o creyó que lo hacía, porque en esa dimensión confusa de sueño y desvelo, hasta respirar podía sentirse ajeno. Estaba de pie, en medio de lo que parecía una habitación sin paredes. No había techo, no había suelo. Pero todo era reconocible, incluso ese olor a lilas, la suave sensación de su tacto sobre sus dedos, y la presencia inconfundible de ella, de Iskra.
Ella ya estaba cerca, demasiado cerca para el gusto de Lisandro, el cual seguía luchando con su estado de confusión. Su cercanía se sentía usual, como si siempre lo hubiese estado. Como si no existiera un antes o un después en el que no lo abrazara con esa mirada suplicante e intensa.
—Dijiste que no ibas a olvidarme. —Su voz era baja, como si no quisiera que alguien más los oyera—. Dijiste que esta vez ibas a cumplir.
Lisandro no recordaba haber dicho eso. Pero tampoco podía jurar que no lo hubiera hecho. No en ese luga