Dentro de la habitación, la luz del amanecer filtraba su tono grisáceo por las persianas a medio cerrar, pintando sombras suaves sobre las paredes blancas. Todo estaba en su lugar: las flores marchitas que Goran había dejado, el abrigo de Valeska sobre la silla, el silencio punzante que solo era interrumpido por algún paso lejano de enfermeras o el suspiro de Oliver, que dormía en el sillón con la cabeza apoyada en la pared.
Valeska estaba de pie junto a la cama. No sabía exactamente por qué. Había ido al hospital temprano, como cada día, sin pensar en lo que haría una vez allí. Había noches en que se quedaba dormida a su lado, noches en que se juraba no volver, y otras en que simplemente lo observaba como si así pudiera reconstruir lo que se había roto.
Pero ese día, algo cambió.
Lisandro movió los dedos primero, tan sutilmente que ella pensó haberlo imaginado. Luego, un leve parpadeo. Y después, la apertura lenta, pesada, desconcertada de sus ojos.
Valeska no respiró. No se movió. P