La mañana había comenzado con un cielo encapotado que no terminaba de decidirse entre llover o despejarse. El aire olía a hospital desde la entrada: una mezcla agria de desinfectante, metal tibio y café recalentado.
Oliver se apoyaba en la baranda del pasillo, con los brazos cruzados, observando con los ojos entrecerrados la sala de espera. Había pasado la noche en vela, no tanto por el estado de Lisandro, que seguía sin dar señales reales de mejoría, sino por la ausencia de ella.
—No responde los mensajes —murmuró, sin dirigirse a nadie.
A su lado, Fabricio daba vueltas con el celular en la mano. Lo desbloqueaba. Lo bloqueaba. Lo desbloqueaba otra vez. Sus dedos tamborileaban contra la carcasa con un ritmo nervioso. Algo le decía que Valeska no se había quedado en casa ni con Adrián. Ni en ningún lugar seguro.
—¿Tú crees que…? —empezó a decir, con una voz apenas audible.
—No, no lo creo —interrumpió Oliver, con los ojos clavados en un punto invisible al fondo del pasillo—. Pero si es