IGNACIO
El espejo del baño me devolvía una imagen que apenas reconocía. Ojeras marcadas, piel pálida, un cansancio que parecía imposible de disimular. Me pasé las manos por el rostro intentando sacudirme esa sensación de debilidad, pero sabía que era inútil. No podía engañarme: el cuerpo me estaba pasando factura.
Leonardo había sido claro: “Ignacio, los tratamientos no son un camino hacia la mejora, sino un intento de estabilizar lo inevitable”. Esa frase me había quedado grabada como un eco insoportable. Desde entonces, cada vez que despertaba con el dolor en el pecho o la presió