JULIAN
No tuve que leer dos veces el mensaje de Monserrat para saber de qué se trataba. El tono, la simpleza de esas pocas palabras que pedían que habláramos, eran suficientes para confirmarlo: lo sabía. O al menos había escuchado algo, y ya no tenía caso seguir ocultando lo que tanto tiempo me pesaba en el pecho.
Me quedé un buen rato mirando la pantalla de mi celular, con el pulso acelerado y esa sensación amarga de que la verdad estaba a punto de desbordarse, con todo lo que eso implicaba. No podía escapar, y tampoco quería hacerlo. Monserrat merecía escuchar mi versión, aunque eso significara enfrentar su mirada decepcionada, aunque significara perderla.
Acepté verla en mi departamento. Desde que le respondí, el tiempo se volvió una tortura. Caminaba