JULIAN
Monserrat me llamó a mitad de semana para invitarme a algo que, en cuanto escuché, no dudé ni un segundo en aceptar: su primera fiesta universitaria. Me lo dijo con un tono entre emocionado y nervioso, como si no supiera cómo iba a reaccionar yo. Pero, ¿cómo podía decirle que no? Ella quería que la acompañara, quería que estuviera a su lado en ese momento que, para muchos, marcaba el inicio de la vida universitaria. Así que lo solté de inmediato:
—Claro que sí, amor, voy contigo.
No era solo entusiasmo; era también instinto. Yo sabía cómo eran esas fiestas: descontroladas, llenas de desconocidos, de chicos qu