Alexander
El auto se desliza por las calles aún mojadas de la ciudad, y en el interior reina un silencio cómodo, pero cargado. Mia no pregunta a dónde vamos. No lo ha hecho desde que le dije: “Quiero mostrarte algo. Algo que nunca mostré a nadie”. Ella asintió, simplemente, como si hubiera estado esperando ese momento. Y en realidad… probablemente lo estaba.
Sus dedos descansan sobre su regazo, entrelazados, y aunque su cuerpo parece relajado, la conozco lo suficiente como para saber que está alerta. Mia no es una mujer que se rinda fácilmente a la calma. No después de lo que yo mismo le enseñé sobre no confiar.
Qué jodida ironía.
Me obligo a respirar más lento mientras conduzco hacia la casa que he evitado por más de cinco años. La mansión de los Blackwood. No aquella en la que vivo ahora, fría y funcional como un hotel de lujo, sino la verdadera. La de mi infancia. Esa donde cada pared guarda una expectativa, cada escalón una exigencia, cada rincón… una versión rota de mí.
—¿Es aquí