Hay lugares que simplemente existen para recordarte que sigues siendo humana. Que por más que intentes levantar la barbilla, fingir fuerza, endurecerte por dentro, siempre habrá una grieta diminuta que algo —o alguien— puede presionar hasta hacerte temblar.
Para mí, esa grieta siempre ha tenido forma de pequeñas criaturas.
El interruptor no funciona. Me doy cuenta apenas apoyo mi dedo sobre él y siento cómo la palanquita —esa maldita cosa floja y fría— se mueve sin activar nada. Lo intento dos, tres veces. Nada. Solo un sonido estéril en medio de la oscuridad más densa que he visto en esta mansión.
Dejo la puerta abierta porque si la cierro, sé que no voy a poder respirar. Porque la luz del pasillo es lo único que impide que mi sombra se trague a sí misma.
Porque bajar ya es suficiente valentía para un solo día.
—Está bien… está bien… —me susurro mientras desciendo el primer escalón. Mi voz suena como si fuera otra persona, un eco ajeno a mí. —Nada te va a atacar… No hay nada.
Mentir