Me desplomo en un taburete alto en la cocina principal de la mansión, el epicentro del lujo subterráneo. He pasado las últimas cuatro horas ensamblando las piezas de ajedrez, el pañuelo de seda y la maldita ficha del león dentro de las cajas de terciopelo. Mis dedos están pegajosos por el lacre, y mi espalda me arde por la postura encorvada. Pero al fin he terminado. Elmira y uno de los guardias se habían llevado la pila de cajas, y por un momento, me permití la ilusión de la paz.
Lucien se había marchado hacía poco, supongo que a reunirse con sus lacayos que pronto serían mis "invitados" a atender. La ausencia de su presencia opresiva es un pequeño, casi insignificante, respiro.
Sorbo de mi taza. El café esta negro y amargo, pero caliente, y me da el empujón químico que mi cuerpo, al borde del colapso, necesita desesperadamente. Mis ojos se cierran solos, pesados por la falta de sueño y la resaca emocional de los últimos acontecimientos. Lo único que quiero hacer es hundirme en la me