Los autos se detuvieron frente a los portones de hierro forjado de la mansión Moretti. Los emblemas familiares brillaban en el metal, recordando a cada visitante que allí dentro no solo se levantaba un palacio de mármol, sino también el peso de un legado que había sobrevivido a guerras, traiciones y siglos de sangre.
Cuando Isabella cruzó el umbral, Alessa fue la primera en correr hacia ella. Se lanzó a sus brazos con un sollozo ahogado, temblando de alivio mientras la estrechaba como si temiera perderla otra vez.
— ¡Isa! —gimió entre lágrimas—. ¡Dios mío, pensé que no volvería a verte!
Isabella, desbordada, se fundió con ella en un abrazo largo, sus cuerpos aún impregnados del olor metálico del viaje y el roce áspero de la tensión vivida.
Detrás, Giuseppe se acercó con paso firme. No fue un gesto lento ni solemne, sino un abrazo espontáneo y fuerte, de esos que rompen las murallas del orgullo. Luego, con la autoridad intacta de un patriarca, extendió la mano hacia Nick.
Nick, respetu