La noche había caído sobre las afueras de Nueva York. El aire olía a humedad y a pólvora contenida, como si el bosque mismo presintiera la tormenta de acero que se avecinaba.
Los autos blindados se detuvieron a una distancia prudente de la propiedad. Los hombres descendieron en silencio, vestidos de negro, armados hasta los dientes, camuflados en las sombras. Nick se colocó al frente; sus ojos brillaban con un filo de furia contenida.
Al llegar a la propiedad campestre de Vittoria, el escenario era surrealista: invitados armados, un sacerdote, decoración nupcial y pantallas mostrando por videollamada a las familias más poderosas de la mafia: Giuseppe Moretti, con el rostro desencajado de rabia; Don Marcos Rossi y sus hijos Roberto y Lorenzo este último golpeando el escritorio con impotencia:
— ¡Maldito infeliz, esto lo pagarás!—; y Antonio Lombardi junto a su hijo Salvatore, quien, con los ojos llenos de odio, le espetó a su padre:
— ¿Ves? Me trajiste a Sicilia para ver esta mierda, c