La cabaña era aún más perfecta por dentro. Isabella recorrió cada rincón con ojos brillantes, tocando los muebles de madera maciza, las mantas tejidas a mano y las ventanas que enmarcaban el Denali en todo su esplendor. Cuando llegó a la habitación principal y vio la cama de dosel con el edredón de parches y las velas en la mesita de noche, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Nicholas… —susurró, volviéndose hacia él—. Es todo lo que siempre soñé.
Él le enjugó las lágrimas con los pulgares. —Solo es el comienzo, mi amor. Te prometo que llenaremos esta casa de recuerdos tan bonitos como este.
Cocinaron juntos, entre risas y besos cariñosos. Isabella quemó las tostadas y Nick salvó el almuerzo con unos huevos revueltos que, milagrosamente, quedaron perfectos. Comieron en el porche, viendo cómo los colibríes bebían del comedero de vidrio.
— ¿Sabes por qué no quise estar contigo aquel día en mi apartamento? —preguntó Nick de repente, tomando su mano.
Ella, bajando la mirada hacia el pl