La mansión Valtierra olía a cera y flores blancas, como si el tiempo se hubiera detenido en una foto donde nadie envejece. Amanda colocaba tazas de porcelana sobre un mantel de lino y Esteban revisaba, por tercera vez, una carpeta de documentos con separadores de colores. El reloj de pared marcaba los segundos con un tac diligente, voluntad de orden frente al caos.
La puerta se abrió sin anuncio. Celeste entró con paso firme, un conjunto azul noche y un peinado sin holguras. La luz que entraba por los ventanales la recortó con un brillo de personaje histórico, exactamente como ella había planeado. —Mamá. Papá —saludó con una inclinación mínima, más cortesía que cariño. Amanda la rodeó con los brazos como si quisiera borrar años de distancia con un gesto. Esteban, menos expansivo, sonrió con alivio culpable. —Ya viste las noticias —dijo Amanda, con el hilo agrio de quien ha pasado la noche sin dormir—. Renunció al apellido e