La ciudad ya no respiraba paz. Las avenidas estaban cubiertas de titulares que hablaban del colapso de Leonard Elizalde, de sus arranques de furia, de sus contradicciones en público. Las empresas que antes lo respaldaban comenzaban a apartarse con cautela, temiendo hundirse con él.
En una lujosa suite de hotel, Leonard se miraba al espejo con los ojos inyectados de sangre. Apenas había dormido; su respiración era entrecortada.
—Ella… no puede ser. Ella estaba acabada —murmuraba, golpeando el cristal con los nudillos hasta hacerse sangrar—. ¡No puede ser Aelin, no puede estar detrás de todo!
Arrojó la copa de whisky contra la pared. Isabella, que lo observaba desde el sofá, se estremeció.
—Leonard, contrólate. Si sigues mostrándote así en público, no necesitarás enemigos: tú mismo te hundirás.
Él giró hacia ella con una mirada delirante. —¿Y tú qué sabes? ¿Acaso me ocultas algo, Isabella?
Ella apretó los labios. Esa pregunta la atravesó como un cuchillo, porque en su inte