La tormenta que se avecinaba no era una de truenos ni de lluvia.
Era de rumores, filtraciones y paranoia.
Desde que «Aléa Vólkova» apareció en la gala benéfica con su frase lapidaria —«el tiempo pone a cada uno en su lugar… y el mío acaba de comenzar»—, los teléfonos de los Vólkov no dejaron de sonar. La prensa especulaba, los inversores preguntaban, y las figuras del pasado se removían en sus asientos.
Pero en una mansión más oscura, en una sala decorada con oro antiguo y retratos familiares que fingían nobleza, Isabella perdía el control de su respiración.
—¡Es ella! —exclamó, arrojando una copa contra la chimenea—. ¡No me van a convencer de lo contrario!
Leonard la observaba desde su escritorio, con los dedos entrelazados y la mandíbula tensa.
—No puedes asegurar algo sin pruebas, Isabella. Si haces un movimiento en falso, y no es Aelin…
—¡Pero lo es! —gruñó ella—. Nadie camina así. Nadie habla así. Nadie domina una sala como ella… excepto Aelin. Y si está viva, nos va a des