El amanecer llegaba con un resplandor suave sobre el pequeño pueblo costero. Desde la ventana de su casa, Miranda observaba cómo la niebla se disipaba lentamente sobre los tejados, dejando ver el mar en calma. Había aprendido a amar ese silencio, a respirar sin miedo. Cada día era un paso más lejos de su pasado, y aunque su cuerpo ya empezaba a recuperarse, su alma seguía intentando sanar heridas más profundas.
Encendió la cafetera, dejando que el aroma llenara el aire. Aquella rutina sencilla se había convertido en su refugio. No había gritos, ni miradas frías, ni puertas cerrándose con fuerza. Solo ella, su taza de café, y la promesa de un nuevo comienzo. Pero aun así, a veces, cuando la mañana era demasiado tranquila, sentía un nudo en el pecho.
Esa mañana el teléfono sonó. El número no le resultaba familiar, pero la voz al otro lado sí.
—¿Señora Miranda? Soy Javier Ortega.
Ella sonrió levemente.
—Buenos días, Javier. Qué sorpresa.
—Espero no interrumpir —respondió él con tono amab