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A orillas del deseo
A orillas del deseo
Por: Tai
Capítulo 4 – Llama en la tormenta

La tormenta llegó sin aviso, como todo lo que cambia la vida.

Era noche cerrada cuando los truenos comenzaron a retumbar en la distancia. Valentina había salido a caminar al atardecer, siguiendo el murmullo del río, sin imaginar que la lluvia la alcanzaría lejos de casa. La bruma se volvió neblina espesa y el cielo estalló en un rugido de agua y relámpagos.

Corrió. El vestido largo se le pegaba al cuerpo, las gotas frías caían como puñales sobre su piel, y el bosque parecía cerrarse a su alrededor. Tropezó. Cayó sobre el barro, mojada, temblando, perdida. Y entonces, lo vio.

Una luz.

Una figura.

Adriano.

Corrió hacia ella sin pensar, la envolvió en su chaqueta, la alzó en brazos sin decir una palabra. Sus ojos eran relámpagos también.

—¿Estás loca? ¿Qué haces aquí con esta tormenta?

—Estaba volviendo… no pensé que llovería así…

—Vas a enfermarte.

—No me importa.

—A mí sí —dijo él, con una fuerza que la desarmó.

La llevó a su finca. La casa, vieja por fuera, resplandecía por dentro. Cálida, amplia, con chimenea encendida, muebles antiguos, y un aire de refugio. La colocó junto al fuego, le dio una manta y una copa de vino caliente. Ella aún tiritaba.

—Deberías quitarte ese vestido mojado —dijo él, sin intención maliciosa.

Ella lo miró. Por primera vez sin miedo. Sin orgullo.

—¿Y si no quiero estar sola esta noche?

Adriano no respondió. Se acercó. Lento. Como si cada paso fuera una prueba de contención. Valentina se levantó. La manta cayó. El vestido seguía húmedo, pegado a su cuerpo. Él lo desabotonó sin prisa. Como quien desenvuelve algo sagrado. Ella temblaba, pero no de frío.

—¿Estás segura? —preguntó, con voz rasposa.

Ella lo miró a los ojos.

—Llevo toda mi vida esperando sentir esto.

Entonces la besó.

No fue un beso tímido. Fue un incendio.

Las bocas se buscaron como si se hubieran pertenecido desde antes de nacer. Las manos recorrieron piel, cicatrices, verdades. Se deshicieron uno del otro con una mezcla de deseo y ternura, de necesidad y reverencia.

Adriano la llevó hasta su cama. El viento azotaba las ventanas, pero dentro solo existía el calor. Ella le recorrió el torso con los dedos, como si lo pintara con caricias. Él la sostuvo con fuerza, pero con una delicadeza casi dolorosa. Se amaron en silencio, con los cuerpos hablándose como el agua y la orilla: encontrándose, chocando, uniéndose.

Fue una noche sin tiempo. Una noche de piel contra piel, de miradas que decían más que cualquier palabra. Después, cuando ya no quedaban murmullos, Valentina apoyó la cabeza en su pecho. Escuchó su corazón.

Latía rápido. Como el suyo.

—No pensé que esto iba a pasar —dijo ella, apenas audible.

—Yo lo supe desde que te vi.

—¿Y ahora?

—Ahora… temo no poder soltarte.

Fuera, la tormenta comenzaba a calmarse. Pero dentro de ellos, la llama apenas empezaba a crecer.

A la mañana siguiente, el sol entró por la ventana como una caricia tibia. Valentina se despertó envuelta en sus brazos. No quería moverse. No quería que ese instante acabara.

Pero el mundo no era tan generoso.

Había cosas que aún no sabían del otro. Cosas que estaban por salir a la luz. Secretos enterrados. Sombras que siempre encuentran cómo colarse… incluso en los lugares más iluminados.

Y cuando lo hicieran, pondrían a prueba todo lo que habían sentido esa noche.

A orillas del deseo… el amor estaba naciendo.

Pero el peligro también.

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