Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Julia sentía la ausencia de Sebastián como un vacío profundo que el río mismo parecía susurrarle en sus noches solitarias. Cada amanecer era una mezcla de esperanza y dolor, una lucha constante entre rendirse y seguir creyendo. A veces, la brisa suave que acariciaba las hojas le recordaba su voz, mientras que el murmullo del agua le traía la sensación de su presencia, aunque estuviera lejos.
Durante esas semanas, Julia intentó mantenerse ocupada, sumergiéndose en los pequeños detalles de la posada, atendiendo a los huéspedes y explorando nuevas ideas para mejorar el lugar. Pintaba las paredes con tonos cálidos, renovaba los jardines y planificaba nuevas rutas para que los visitantes se adentraran en la naturaleza, intentando llenar cada rincón de vida y esperanza. Pero en las noches, cuando el silencio la envolvía, la melancolía se colaba en su pecho, recordándole la distancia que ahora los separaba. Sus manos solían buscar