Mundo ficciónIniciar sesiónLa mañana después de la cena fue un campo de minas silencioso en la Villa Vieri. La decisión de Valentina de aceptar la condición de Gabriel Volkov había sido un acto de caos cálido que resonaba en cada rincón. Su bolso, lleno de documentos sobre la Galería Arte Caótico, se sentía inusualmente pesado, cargado con el peso de siete millones de euros y la mirada protectora, casi furiosa, de su familia.
A las ocho de la mañana, Valentina se encontró con su hermano Alessandro en la cocina, bebiendo café con la furia apenas contenida que lo caracterizaba. —Te lo advierto por última vez, Valentina. Es una trampa. No toques nada, no le creas nada, y si él te toca, le vuelo la cabeza antes de que parpadee —dijo Alessandro, sin mirarla, concentrado en la taza. —Gracias por el consejo, fratello —replicó ella, su tono sarcástico disfrazando la punzada de nerviosismo—. Pero si tu preocupación es mi seguridad, deberías ir a revisar las entradas del casino, como te pidió Mama. Ya soy adulta y mi carrera acaba de recibir un impulso de siete millones. —Me importa un carajo el dinero, me importas tú —gruñó Alessandro, levantándose—. Volkov es la serpiente más metódica que he visto. No hace nada sin un motivo. Y tú eres su motivo. Valentina dejó la cocina, la voz de su hermano resonando en su cabeza. Ella sabía que su preocupación era genuina, pero su propia terquedad y el deseo de demostrarle a Matteo y al resto de su familia que podía manejar un trato peligroso la impulsaban. La dirección de la oficina de Gabriel estaba en el corazón financiero de Milán. Un rascacielos de cristal y acero que era tan frío e imponente como el propio Volkov. La oficina de Volkov Capital ocupaba todo el piso superior. El diseño era minimalista: paredes de cristal, metal pulido y una austeridad que gritaba control. Valentina, con su vestido color vino y un bolso que llevaba la historia del arte milanés, se sintió inmediatamente como un salpicón de color en un lienzo monocromático. —La Señorita Vieri, ¿verdad? —La recibió un hombre corpulento y silencioso, probablemente uno de los guardias de la cena. No era Igor, sino otro hombre con la misma frialdad en los ojos—. El Kapitán la espera. La condujeron a una oficina gigantesca. Una sola pared estaba hecha de cristal, ofreciendo una vista panorámica de la ciudad que parecía estar a los pies de Gabriel. Él estaba de pie junto a esta ventana, vestido con un turtleneck negro y pantalones a medida, una silueta oscura contra la luz del sol. —Señorita Vieri —saludó Gabriel, girándose. Su voz era el mismo terciopelo profundo de la cena—. Llega usted a su hora. Veinte cero cero. La precisión siempre es bienvenida. —Soy puntual con mi trabajo, Señor Volkov —respondió Valentina, acercándose al escritorio, obligándose a mantener la compostura. El aire se sentía cargado entre ellos. —Me alegra oírlo. Pero eliminemos el "Señor Volkov". Dada la naturaleza íntima de nuestra colaboración, llámeme Gabriel. Y yo la llamaré Valentina —Gabriel señaló un asiento de cuero junto a la mesa, donde los documentos sobre la exposición de siete millones ya estaban perfectamente ordenados—. Siéntese. Valentina se sentó, sintiendo que estaba a punto de ser diseccionada. —Muy bien, Gabriel. ¿Cuál es el primer paso? Porque hasta ahora, solo hemos hablado de arte como una excusa para la desconfianza mutua. Gabriel sonrió, y fue una sonrisa corta, un movimiento rápido de los labios que nunca alcanzó sus ojos. Era el tipo de sonrisa que un lobo podría dar antes de atacar. —Excelente. Me gusta su franqueza. El arte es el medio, Valentina, no el fin. Mi inversión de siete millones no es para que cuelgue cuadros. Es para construir mi reputación. Necesito acceso a las élites milanesas que su familia no controla directamente, pero que sí respetan su ojo artístico. Usted es mi llave. —¿Y qué gano yo, además de los siete millones? —Gana mi disciplina a su servicio. Durante seis meses, usted tendrá un presupuesto ilimitado para adquirir las piezas que le parezcan más caóticas y, por lo tanto, las más valiosas. Yo le daré el orden. Usted me dará el desorden. Es una simbiosis. Gabriel tomó su teléfono y lo deslizó sobre la mesa. —Este teléfono es para usted. Contiene un solo número. El mío. También tiene una aplicación de rastreo. En todo momento, sabré dónde está. Es una medida de seguridad, Valentina. Si alguien toca a la asesora de Gabriel Volkov, es mi responsabilidad. Valentina sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la seguridad. Él no la estaba protegiendo; la estaba marcando. —¿Me está rastreando? —preguntó ella, frunciendo el ceño. —Me estoy asegurando de que nuestra inversión de siete millones esté segura. Llámelo una cláusula de riesgo de la Bratva. Ahora, a su primer encargo. Gabriel se dirigió a una gran estantería donde reposaba una única escultura: una figura de bronce antigua, perfectamente simétrica, que irradiaba una sensación de calma inquietante. —Esta es una pieza que he adquirido. El Guardián. Pienso que simboliza la perfección. Usted, Valentina, debe encontrar una pieza que sea su opuesto exacto. Algo que represente el caos, la pasión, la imperfección. Algo que me moleste. —¿Algo que lo moleste? —repitió ella, la idea la fascinaba y la indignaba a partes iguales. —Sí. Quiero que ponga su caos sobre mi orden. Quiero ver qué tan lejos está dispuesta a ir para obtener la pieza perfecta. No hay presupuesto, solo el límite de lo audaz. Vaya a las galerías que odia, a los artistas que nadie entiende. Invierta la fortuna. Vuelva cuando tenga algo que me haga querer romper esta escultura en pedazos. La propuesta era un desafío directo a su espíritu. Era una prueba de fuego, no de arte. Valentina se levantó, tomando el teléfono con la aplicación de rastreo con una mezcla de resentimiento y emoción. Este hombre no solo era un mafioso; era un manipulador psicológico que entendía su necesidad de caos y la estaba usando para sus propios fines. Pero ella no le daría el control tan fácilmente. —Lo haré, Gabriel. Encontraré algo tan caótico que su algoritmo de respiración se va a alterar —dijo Valentina con una sonrisa desafiante, su calidez luchando contra la frialdad del ambiente. Gabriel se acercó al escritorio, acortando la distancia. Su proximidad era una amenaza silenciosa que le erizó el vello de los brazos. —Esa es la actitud, Valentina. Pero un consejo: su impulsividad le costó un traje la primera noche. No deje que le cueste su corazón. En mi mundo, la única cosa que no tolero es la debilidad —susurró, su aliento rozando su oído. Ella asintió, recogiendo sus carpetas. Apenas salió de la oficina de cristal, se encontró con Igor, quien la miró con una expresión de desaprobación inconfundible. —Buena suerte, Señorita Vieri —dijo Igor, su voz áspera—. Nuestro Kapitán no juega a los negocios. Valentina salió del rascacielos con el corazón latiendo a mil por hora. Tenía un encargo peligroso, un teléfono rastreado y la obsesión de un hombre que era un depredador. Pero por primera vez, sintió que estaba jugando su propio juego, un juego en el que su caos podría ser su mayor arma. Su primera parada no sería una galería, sino una tienda de móviles. Tenía que conseguir un teléfono desechable. El juego de Gabriel era el control, y ella tenía que empezar por desafiar las reglas.






