No sé cuánto tiempo paso en el suelo. El reloj parece haberse detenido, y el sonido constante de los pasos, los murmullos de enfermeras y el olor a desinfectante me taladran la cabeza. Todo es tan confuso, tan ajeno a la realidad que quisiera vivir. Las paredes blancas me resultan frías, casi hostiles, y cada minuto que pasa siento que una parte de mí se apaga junto con la esperanza.
No tengo noción del tiempo hasta que escucho a alguien decir, con una voz que suena lejana y sin emoción, que la funeraria vino por el cuerpo de mi padre.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. Me levanto, tambaleante, y avanzo por los pasillos con movimientos mecánicos, como si alguien más me controlara. La gente me observa en silencio, algunos murmuran mi nombre, otros simplemente bajan la mirada. Sé que me compadecen, que me juzgan, o tal vez ambas cosas.
Pero ya nada importa.
Siento que estoy muerta en vida.
Cuando salgo del hospital, el aire de la tarde me golpea en el rostro. Hace frío, pero no lo