El día que perdí lo que más amaba.
—René, esto no…
No alcanzo a terminar la frase. El golpe llega antes que el aire, antes que mi pensamiento. La bofetada me corta el aliento y me quema la mejilla como si me hubiera marcado fuego.
El silencio que sigue es tan pesado que puedo escuchar mi propia respiración entrecortada. Mis dedos tiemblan al sujetar mi rostro.
Cuando levanto la vista, René ya no está frente a mí: está en el suelo. Lo han derribado. Sus ojos, llenos de rabia y confusión, me miran.
Todos los invitados —con sus trajes caros, sus miradas perfectas y sus murmullos venenosos— se quedan petrificados. Puedo ver el reflejo del asombro en cada uno, los flashes de las cámaras deteniéndose en el aire como si el tiempo se hubiera congelado.
—Señor René Esa fue la primera advertencia—dice una voz firme, autoritaria, proveniente de uno sujeto con traje—. No vuelva a ponerle una mano encima a la esposa de nuestro jefe.
Mi corazón se detiene. “¿Esposa?” repite mi mente confundida.
—No… no, eso no es cierto… —susurro, n