El rostro del desconocido.
—¿Ania?
Escucho que René me llama al teléfono.
—Lo siento... trataré de dormir. Cuídate.
—Bien, mañana te hablo —dice antes de colgar.
Apago la pantalla y me acomodo en la cama, pero doy vueltas una y otra vez. No puedo dejar de pensar en lo que escuché en la cocina.
Cuando por fin amanece, me levanto despacio. Me cambio frente al espejo y acomodo mi ropa con cuidado, intentando cubrir las marcas que me dejó ese animal. Cada movimiento me duele. Hasta orinar se ha vuelto una tortura. Lo maldigo mentalmente, deseando olvidarlo… pero no puedo.
Al salir de mi habitación, la voz de mi madrastra me corta el paso.
—¿Por qué no vienes a desayunar antes de irte al trabajo?
—No tengo hambre, gracias.
—¿Viste? Siempre es igual —dice en tono fingido, como si estuviera herida—. Cada que intento acercarme, ella se porta así.
Su repentina amabilidad solo puede significar una cosa: mi padre está aquí. Bajo las escaleras y lo saludo; tiene el rostro cansado, ojeras profundas y el gesto preocupado.
—¿