Mi padre me ve preocupado, con esa mirada que siempre logra atravesarme y dejarme sin palabras.
—¿Qué ocurrió? —pregunta, su voz suave pero cargada de inquietud. —Tengo infección… —digo, tratando de sonreír pero sintiendo un nudo en el estómago—. Me dio una receta, pero casi vomito al revisar mi garganta… —agrego, tocándome la nuca como si eso ayudara a calmar el malestar. —Por eso los ojos llorosos… —dice sonriendo con ternura—. De chica siempre vomitabas por cualquier cosa que te doliera. Pasa por mis manos la botella de medicamento y siento un alivio momentáneo. Mientras caminamos hacia el auto, su tono cambia y se vuelve más serio: —Ya no quiero que trabajes. —¿Qué…? —mi voz se quiebra, sorprendida. —Nunca he estado de acuerdo. Ahora te enfermaste por eso. Ya hablé con la madre de René, y no volverás a trabajar. —No me estoy casando por su dinero —respondo, sintiendo una mezcla de orgullo y frustración. —Sabes que no hay necesidad de que trabajes. Tienes tu propio dinero. —En casa me aburro —suspiro, mirando por la ventana mientras el mundo parece pasar demasiado rápido afuera. —Sueño con que un día las vea a Yajaira y a ti conviviendo juntas —dice con un dejo de esperanza, como si fuera posible un milagro. —Tu hija es muy difícil y su madre ni decirlo —respondo con una risa seca, recordando sus continuas peleas. —Sé que evitas estar en casa por ellas, pero debes tratar de convivir con ellas —insiste, y sus palabras me golpean como un recordatorio incómodo. Llegamos a la tienda donde debo probarme el vestido. Bajo del carro con el ánimo pesado, caminando sin ganas entre los maniquíes y la luz blanca de los probadores. El vestido cuelga en mis manos como si fuera una armadura que no quiero portar. Después de un rato, regresamos al auto y volvemos a casa en silencio. Subo a mi habitación, tomo el medicamento y me dejo caer sobre la cama. Cierro los ojos esperando descansar, pero los sueños me traen algo más que descanso: Veo a un sujeto alto que me inmoviliza con fuerza. Nunca lo he visto antes, pero hay algo en su rostro que me resulta inquietantemente familiar. Sus ojos azules me perforan el alma y su voz susurra en mi oído de una manera que hace que todo mi cuerpo se tense. Mi corazón late con fuerza mientras intento gritar en vano. Despierto de golpe, con el sudor pegado a mi frente y el corazón a punto de salirse del pecho. La habitación está oscura y silenciosa, salvo por el leve zumbido del ventilador. Me incorporo y camino descalza hacia la cocina para tomar un poco de agua. Allí escucho a mi madrastra, su voz cargada de tensión: —Yajaira se irá y necesita dinero —dice, con un tono que intenta ser persuasivo. —Y lo tendrá, pero el dinero de Ania no se toca —responde mi padre en tono, firme y distante. —¿Por qué? —insiste—. Las dos son tus hijas. —No tocaré el dinero de la madre de Ania —vuelve a decir, y puedo escuchar cómo la frustración burbujea entre sus palabras. —Estamos en banca rota, y aun así no agarras el dinero… Ella lo entenderá, es para salvar la empresa. Tú eres el albacea y puedes hacer uso de ese dinero —su voz suena casi suplicante. —Ya dije que no —responde, y escucho pasos alejándose con un eco que retumba en mi cabeza. Tomo un sorbo de agua, tratando de calmar la ansiedad que se ha instalado en mi pecho, y subo rápidamente a mi habitación. Apenas me recuesto, suena mi celular. Es René. Por un instante, me olvido de mis temores: hoy es su despedida de soltero. —Hola cariño, estoy con los chicos —dice él, y puedo escuchar la música a lo lejos, vibrando a través de la línea. —Diviértete —respondo, sonriendo a medias, pero mi corazón sigue tenso. —Por cierto, invité a mi medio hermano a nuestra boda —agrega con entusiasmo. —¿Medio hermano? —pregunto, sin poder ocultar mi sorpresa. —Sí, mi madre tuvo un hijo en su primer matrimonio. Se alejó de nosotros, pero me lo encontré aquí. Es más… ahí viene. —Es mi prometida, saludala —dice René, y entonces escucho esa voz que me deja helada. —Hola, señorita Anastasia —dice el otro al otro lado, y apenas con esas palabras siento que todo mi cuerpo se paraliza. Esa voz… no puede ser casualidad. Es idéntica a la del hombre que apareció en mi sueño. Mi mente da vueltas intentando entender si es real o solo un recuerdo que juega con mi memoria. La incertidumbre y el miedo se mezclan en un nudo en mi garganta.