Paulina
El sol entraba a través del ventanal, tiñendo de dorado los bordes del vestido que colgaba en el maniquí frente a mí.
Las últimas puntadas parecían resistirse, como si supieran lo difícil que era para mí aceptar que ese momento había llegado.
La aguja bailaba entre mis dedos con la misma destreza de siempre, aunque los años ya comenzaban a pasar factura en mi espalda.
Respiré hondo.
Veinte años.
Veinte años desde que todo cambió. Desde que enterramos el pasado con las manos manchadas de dolor… y comenzamos a reconstruir una vida donde el amor fuera la base de todo.
—¿Vas a seguir espiando desde la puerta o vas a venir a darme un beso? —pregunté sin dejar de coser.
Escuché la risa suave, inconfundible, que aún me revolvía el pecho como la primera vez.
—Mi increíble esposa, nunca deja de ser tan talentosa… —dijo Max, cruzando el umbral y cerrando la puerta detrás de sí—. Me encanta ver que, después de tantos años, sigues creando.
Sonreí sin mirarlo, mientras remataba el hilo y