El vacío dorado

La vida de Celine se ha llenado de lujos en los últimos meses.

Vestidos de diseñador llegan cada semana. Joyeros enteros de rubíes, diamantes y esmeraldas adornaban su tocador. Y oro, mucho oro en prendas de vestir. Tenía un coche último modelo, chofer privado y un apartamento en el corazón de Manhattan, con vistas al Central Park.

Pero su interior está vacío.

Cada vez que se mira al espejo, cada vez que nota su vientre crecer, siente que algo se rompe un poco más dentro de ella. Ha aceptado el trato. Ha sellado su destino con un "sí" frente al altar. Pero eso no significa que su corazón pertenezca a ese mundo. Oh, ese hombre.

Austin...

Aquel nombre aún le duele como un disparo.

Una tarde nublada de mayo, mientras la ciudad ruge bajo el sonido de los autos y las bocinas, Celine se encuentra sentada en un sillón de terciopelo blanco, descalza, con las manos en el vientre. El bebé ya se movía a su antojo, pequeños empujones que le grababan que no todo estaba perdido.

La puerta del apartamento se abre con el pitido de seguridad. Demetrio entra, impecable como siempre. Trae en sus manos una pequeña caja de terciopelo negro.

—¿Tuviste un buen día? —pregunta, besando sus labios.

Ella asiente con una leve sonrisa.

—Bienvenido...sí.

Últimamente no habla mucho. Ha aprendido a callar emociones.

—Tengo algo para ti —dice él, mostrándole la caja.

Celine la toma y la abre con cuidado. Dentro, un collar de oro amarillo brillante con un colgante en forma de corazón.

—Es hermoso...

—Quiero que te lo pongas —dice él, mirándola intensamente—. Pero quiero que lo lleves sin nada más encima. Solo tú... y este collar.

Ella parpadea.

—¿Ahora?

— Sí.

Se acerca y se arrodilla frente a ella, colocando una mano sobre su vientre.

—Cada día que pasa te amo más. Cada parte de ti me pertenece. No solo este cuerpo que cuida a mi hijo. También tu esencia, tus silencios... todo, Celine. Te amo incluso cuando me miras así.

Ella traga saliva. Sentía una mezcla entre culpa, vergüenza y extrañeza. Pero también calor. Demetrio la miraba como si fuera un tesoro.

—Ve al dormitorio, mi amor y alistate. Te espero. Solo así voy a desestresarme. Tuve un día muy largo.

Celine camina descalza por el pasillo de mármol, dejando atrás sus miedos por un momento. Entra en el dormitorio, se quita el vestido lentamente y toma el collar. Cuando se lo coloca, algo dentro de ella se estremece.

Se mira al espejo. Su piel, marcada por el embarazo, aún era deseada. Aún era valioso, útil. Tenia marcas de besos que Demetrio ha acostumbrado a dejar como si marcara su territorio.

El cuarto está a media luz. Las cortinas cerradas aislan todo el lujo exterior del mundo privado de Celine. Ella se sentía como una muñeca de porcelana brillante por fuera, pero resquebrajada por dentro.

Demetrio se acerca desde la puerta sin camisa, con la mirada clavada en ella.

—Estás tardando. Te ves...perfecta.

Ella no responde. Solo se queda quieta, con el collar aún colgando de su cuello desnudo. Sabía que esa noche sería diferente. Ya lo había sentido en el tono de voz de Demetrio. En su forma de cerrar la puerta con más fuerza de lo habitual. En la tensión invisible que parecía envolverlo.

Él se acerca y la toma del rostro.

—Sigues pensando en él? —murmura, con los dedos acariciando su mejilla—. ¿Todavía tus pensamientos le pertenecen, Celine?

Ella negó suavemente, aunque no podía decir que fuese del todo cierto.

—Yo estoy aquí contigo... tú eres mi esposo—susurra.

Demetrio la besa. No con dulzura, sino con hambre. Con una mezcla de deseo, rabia y necesidad. Cada caricia era una afirmación de dominio. Cada roce, un grito silencioso de celos contra el pasado que no podía borrar.

—Ven aquí. Muéstrame cuanto me amas.

La intimidad fue cruda, intensa, más parecida a una guerra que a una unión. No hubo susurros amorosos ni palabras dulces como en otras noches. Solo gemidos ahogados, manos apretadas y un ritmo que parecía querer castigar tanto como poseer.

Celine se mantuvo todo en silencio. Aprete los labios. Cerró los ojos. Dejó que él hiciera lo que quisiera, porque al final, también ella necesitaba sentir algo que no fuera vacío.

Demetrio la giró con fuerza. Su voz, ronca y baja, le rozó el oído.

—No te vas a ir nunca... ¿me oyes? Nunca.

Ella no responde. Pero el eco de esa promesa queda clavado en su mente mientras recibe cada movimiento con la espalda arqueada y la piel ardiendo.

Al terminar, la deja sobre las sábanas revueltas. Jadeaba, con la mirada perdida en el techo. El cuerpo le dolía, desde las caderas hasta las mejillas, donde todavía sentía el ardor de las últimas nalgadas. Había terminado adorable, marcado, expuesto.

Demetrio se levanta, enciende un cigarro y la mira desde el balcón.

—Eres mía, Celine... aunque aún no lo entiendas. Me preocupa por ti.

Ella cerró los ojos. Las lágrimas no salían. Estaban secas. Adentro.

Esa noche comprendió que el lujo podía tener forma de prisión. Y que el amor... también podía doler.

La noche en que todo cambió no fue distinta a las anteriores. Al menos no al principio.

Demetrio la invitó a cenar en uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Una reserva que, según él, había costado más que el salario anual de un banquero promedio. Celine, emocionada, quiso verso bien para él. No por obligación, sino porque en el fondo todavía quería gustarle, aunque su relación ya se sentía como una prisión de lujo.

Eligió un vestido negro de seda, ajustado pero elegante, con una abertura en la pierna y la espalda al descubierto. Maquillaje suave, labios nude, tacones discretos. Quería sentirse bonita, mujer, viva.

Cuando Demetrio la vio bajar por las escaleras del penthouse, no escuchó. La mirada azul de hielo la recorrió de pies a cabeza como si evaluara una propiedad mal presentada. El silencio se volvió plomo.

— ¿Qué es eso que llevas puesto? —preguntó sin mover un músculo de su rostro.

—¿Te gusta? Lo elegí pensando en ti —respondió con una sonrisa tímida, llevándose las manos al vientre ya notorio.

Demetrio dio un paso al frente. Su voz era calmada, pero sus palabras cortaban como cuchillas.

— ¿Estás exhibiéndote ahora? ¿Con seis meses de embarazo crees que mostrar tus piernas y tu espalda es aceptable?

—No... solo quería verme bien para ti. Pensé que…

—Cámbiate. Ahora. Solo quiero que lleves ropa interior sexy, que solo yo sabré que llevas —Su tono ya no era una sugerencia, era una orden.

—Demetrio…

—He dicho que te cambias, Celine. Ponte unas tangas, las que más me encienden. Apresúrate.

Ella traga saliva y sube lentamente las escaleras. Cada paso era más pesado que el anterior. No era la primera vez que pasaba. Al principio pensé que era ternura disfrazada de celos. Ahora sabía que era control en solitario.

Eligió un juego de ropa interior roja transparente y sexy, luego elige un vestido largo, sin forma, que cubría hasta los tobillos. Al mirarse en el espejo, no se reconoce. Parecía una sombra de lo que había sido. Pero bajó. Porque no quería discutir. Porque temía sus silencios más que sus gritos.

Durante la cena, Demetrio fue todo un caballero. Reía con los socios, le ofrecía su copa para brindar sin que ella bebiera, la presentaba como “la futura madre de su hijo, su esposa adorada”. Ella sonreía en público. Pero por dentro, se sentía una muñeca de porcelana.

Al volver al ático, todo cambió. Como siempre.

Apenas se cerró la puerta tras ellos, Demetrio se aflojó el nudo de su corbata, dejó el abrigo sobre el sofá y caminó hasta ella con pasos decididos.

—Desnúdate. Quédate solo en ropa interior.

—¿Ahora? Estoy cansada, y el bebé…

—No te lo pediré dos veces.

—Demetrio, por favor…

— ¿Desde cuándo te doy la opción de negarte a mí, Celine?

Su voz no era violenta, era peor: era fría. Eso la asustaba más. Ella obedeció, temblando mientras desabotonaba el vestido. Se sintió patético. Vulnerable. Como una oveja frente al lobo. Él no gritaba. Él la domesticaba con gestos, con miradas. Con silencios largos que hablaban más que sus palabras.

Ella quedó en ropa interior. Demetrio se sentó en el sofá, con la mirada fija, luego de servirse un trago.

—Modela para mí.

Celine gira lentamente. Él siempre pedía lo mismo. A veces lo decía con ternura, otras con mandato. Esta vez fue lo segundo.

—Gira más lenta. No escondas la panza. Ese niño es mío, ¿recuerdas?

Ella ascendió, conteniendo las lágrimas.

—Eso es. Ahora ven aquí.

Cuando ella se acercó, él se puso de pie y acarició la curva de su abdomen.

—No deberías hacerme enojar, amor mío. No en este estado. ¿Sabes cuánto me preocupa por ti?

Ella solo admitió de nuevo.

—Di que lo sientes —murmura.

—Lo siento, Demetrio.

—Por vestirte como una cualquiera.

—Lo siento...

—Por hacerme parecer un tonto.

—Lo siento.

—¿A quién te protege?

—Tú...

—¿Quién te alimenta?

—Tú...

— ¿Quién se quedará contigo cuando ese bastardo no volvió nunca?

—Tú...

Él la abraza por la cintura, con fuerza. Como si pudiera fundirla a él. Y entonces, la besó en la frente con una ternura inquietante.

—Eres mía, Celine. Mía hasta el último aliento. No te confundas. No hay otro lugar donde puedas ir. No hay otra vida para ti. Este bebé... este bebé es mío, y nos ata para siempre.

Ella no dijo nada. El silencio fue su única defensa.

Esa noche, Demetrio no rompió su ropa interior como otras veces. No le hizo daño. Solo durmió abrazado a ella, con la mano sobre su vientre, como si fuera el guardián de un tesoro. Pero Celine, bajo sus pestañas cerradas, dejó escapar una lágrima que resbaló hasta la almohada.

No era amor. Era posesión.

Y lo sabía.

Pero ya era demasiado tarde.

La luz entra tímida por las cortinas abiertas. Celine parpadea, con el cuerpo aún pesado por la noche anterior. Demetrio sigue a su lado, despierto, observándola con esa mirada suya que parece mezclar ternura con algo más oscuro.

—Buenos días, princesa —dice, acariciándole el vientre redondo de seis meses como si nada hubiera pasado—. ¿Dormiste bien?

Ella asiente con una sonrisa forzada. Sabe lo que viene después. Él se incorpora y la besa en el cuello, con esa intensidad que no le da espacio a la negación. Celine apenas tiene tiempo de reaccionar cuando Demetrio la gira en la cama, la acomoda y empieza a besarla con hambre.

—Amo este cuerpo… más ahora que lleva a mi hijo. —Su voz es baja, ronca, peligrosa.

—Demetrio… —intenta hablar, pero él ya está deslizándose por su piel con una devoción egoísta.

Le quita las braguitas y la lanza al suelo.

—Te voy a dar lo que quieres, espero que me tomes con una sonrisa.

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