JULIA RODRÍGUEZ
Cuando abrí los ojos me di cuenta de que mágicamente estaba en mi habitación. Sonreí, porque sabía que esa magia provenía de Santiago, el mismo que me estaba asfixiando. Su torso estaba encima de mí, evitando que pudiera respirar, mientras que su cabeza colgaba de un lado y sus pies del otro.
—¡Despierta! —grité y le di una nalgada que sonó por toda la habitación. De inmediato se arqueó con ambas manos en el trasero y los ojos aún cerrados mientras yo no podía dejar de reír.
—Malagradecida, tuve que dejarte en tu cueva —refunfuñó con voz pastosa, mientras se levantaba. Al ver que no dejaba de reír, me empujó hacia la orilla, haciéndome caer al piso,