JULIA RODRÍGUEZ
Una vez entrando a la oficina, Matthew me sentó en su asiento y de nuevo me inspeccionó como si esperara ver alguna herida.
—¿Por qué no me llamaste de inmediato? —preguntó molesto, pellizcando mi mentón—. ¿Dónde están tus papeles?
—Los dejé en mi bolso, dentro del auto —respondí como niña regañada, evitando su mirada—. Si no te busqué, fue porque no tuve oportunidad de hacerlo.
Matthew apretó los labios antes de resoplar. Acarició mis mejillas con una ternura que parecía extraña en él.
—¿Ves? Otro motivo para que te mantengas cerca de mí —susurró hincándose ante mí, tomando mis manos entre las suyas y besando mis dedos, uno por uno.
Quería pedirle que se detuviera, que dejara de comportarse como si siempre me hubiera amado. Mi partida sería más difícil si él seguía haciendo eso, porque mi corazón se quedaría con él.
—¡July! ¡Hermosa! ¡¿Estás bien?! —exclamó Sharon entrando a la oficina sin siquiera tocar a la puerta—. ¡Qué horror! ¡Pensé que esos hombres te lleva