JULIA RODRÍGUEZ
Respiré profundamente y recordé todas esas clases de disparo. Cada vez que tuve que arrastrarme por el piso mientras los hombres de Santiago me perseguían como si fuera su objetivo, cuántas veces lloré del coraje, del miedo, de la impotencia, porque no era fuerte, no sabía pelear.
«Lo que importa, gorda, es la inteligencia y el buen tino. Créeme, de nada sirve que seas cinta negra en todas las artes marciales del mundo cuando un tipo con un M16 te apunta», había dicho Santiago una vez con su risa burlona.
—¡Cómo me caga que hasta en mis recuerdos me diga gorda! —exclamé furiosa, haciendo que Matthew me viera por el rabillo del ojo como si estuviera loca. Entonces vio lo que sostenía entre mis manos y noté que perdió el control por un momento, no solo del auto si no también de él mismo.
—¡¿Qué carajos es eso?! ¡¿De dónde sacaste esa maldita granada?! —gritó mientras mantenía ambas manos en el volante y su mirada nerviosa seguía fija en el retrovisor.
—Acelera a fondo,