SANTIAGO CASTAÑEDA
Lo que vi al abrir la puerta fue difícil de digerir. Mi padre estaba sobre su cama, con mi madre en su regazo, la abrazaba con fuerza, acariciaba su cabello y su mirada enrojecida, inyectada de dolor, permanecía perdida en la profundidad de la habitación.
—Siempre creí que eras cruel con ella… pero jamás me imaginé que serías tú quien la mataría —susurré con el pecho lleno de rabia. Quería sacar mi arma y dispararle, aunque eso significaba que todos sus hombres se me lanzarían encima y no saldría vivo de este lugar.
Por mucho que fuera el dolor, quería regresar con Alex, quería protegerla, y muerto no lo lograría.
—Yo la amaba —contestó en un murmullo, sin voltear a verme. Su rostro no tenía ningún gesto, era como si estuviera hipnotizado, disociado por lo que acababa de hacer, mientras sus ojos vidriosos seguían perdidos en la nada—. Jamás amé a una mujer como la amé a ella.
—Se nota. Tanto la amaste que decidiste serle infiel y traicionarla con Carmen. ¿Qué me