JULIA RODRÍGUEZ
Apenas entré al auto y cerré la puerta, este aceleró, el motor rugía y vibraba con desesperación, mientras yo apretaba los dientes y cerraba los ojos, conteniendo el dolor, sujetando mi brazo herido con fuerza. Inhalé profundamente y el aroma a sangre se revolvió con el del cuero de los asientos y algo más, una loción que se me hacía conocida, demasiado familiar, demasiado nostálgica, melancólica, rota.
Abrí los ojos y volteé lo suficiente para ver al hombre que estaba detrás del volante, acelerando como demonio, metiéndose y saliendo de calles. Era Matthew, con las mandíbulas tensas y la mirada al frente. Parecía conocer bien la ciudad, como si siempre hubiera vivido aquí, entrando a recovecos que ni siquiera yo conocía.
—¿Estás bien? —preguntó cambiando de velocidad e incorporándose a una avenida grande.