Narrado por Karina
Me dieron el alta un martes.
El mundo afuera parecía otro. Más brillante, más inmenso. Más frío.
El hospital me había contenido con sus ruidos, sus visitas, sus paredes. Ahora estaba sola de nuevo. Pero no del todo.
Teo no me preguntó si quería que él me llevara.
Solo apareció con una bolsa de papel llena de cosas inútiles, una botella de agua, pañuelos, una manta suave que no recordaba haber visto antes, y su gesto imperturbable, ese que había aprendido a traducir en los últimos días.
Cuando nos subimos al auto, no me miró directamente. Pero su mano estuvo cerca de la mía todo el trayecto. No la tocó. Solo la dejó ahí, como si quisiera que yo tomara la iniciativa.
No pude. No porque no quisiera, sino porque tenía tanto miedo como él.
Al llegar a la casa, me ayudó a bajar, a subir los escalones, a acomodarme en el sillón. En algún momento desapareció en la cocina y volvió con una taza de té. Teo estaba ahí y nos miró confundido, creo que hasta se enojó por no avisar