La mansión Winchester, esa noche, era un organismo vivo que respiraba opulencia y poder. Desde las altísimas puertas de roble tallado hasta los candelabros de cristal de Bohemia que llovían luz sobre la escalinata de mármol, cada detalle gritaba la inconmensurable fortuna e influencia del clan. Limusinas negras se deslizaban como insectos blindados hacia la entrada, escupiendo a hombres con trajes impecables y mujeres que eran obras de arte vivientes, con sus vestidos destellando bajo la luz como escamas de criaturas mitológicas.
Dentro, el sonido de una orquesta de cámara se entrelazaba con el murmullo elegante de cientos de conversaciones y el tintineo de copas de cristal. El aire era una mezcla densa de perfume caro, humo de puro y el aroma tentador de canapés que circulaban en bandejas de plata. Edward Winchester, el patriarca, con su sonrisa de tiburón y su traje que costaba más que el coche de la mayoría de los presentes, recibía a sus invitados con una palmada en la espalda cal