El aire en el Gran Salón de los Tratados olía a incienso caro, cera de abejas y, peor aún, a traición apenas disimulada. Para la Princesa Lyra de Veridia, no había perfume en el mundo que pudiera enmascarar el hedor a rendición que envolvía a su reino. Estaba de pie junto a su padre, el Rey Theodoric, una estatua de seda púrpura y orgullo, sus ojos grises fijos en el hombre que venía a sellar la paz con un grillete de oro.El Príncipe Kaelan de Aethel no caminaba; marchaba. Era una columna de autoridad revestida en un uniforme militar de lana negra y plata, con la espalda tan recta que parecía haberse tragado una espada. Su cabello oscuro, casi azabache, estaba cortado con la precisión de un soldado, y su rostro, cincelado con una severidad que no invitaba a la calidez, la miró de arriba abajo. No había cortesía en esa mirada; solo una fría evaluación, como si ella fuera un mapa, un activo o, peor aún, un obstáculo.Lyra sintió cómo el desagrado se le subía por la garganta, un sabor a
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