Mundo ficciónIniciar sesión
El aire en el Gran Salón de los Tratados olía a incienso caro, cera de abejas y, peor aún, a traición apenas disimulada. Para la Princesa Lyra de Veridia, no había perfume en el mundo que pudiera enmascarar el hedor a rendición que envolvía a su reino. Estaba de pie junto a su padre, el Rey Theodoric, una estatua de seda púrpura y orgullo, sus ojos grises fijos en el hombre que venía a sellar la paz con un grillete de oro.
El Príncipe Kaelan de Aethel no caminaba; marchaba. Era una columna de autoridad revestida en un uniforme militar de lana negra y plata, con la espalda tan recta que parecía haberse tragado una espada. Su cabello oscuro, casi azabache, estaba cortado con la precisión de un soldado, y su rostro, cincelado con una severidad que no invitaba a la calidez, la miró de arriba abajo. No había cortesía en esa mirada; solo una fría evaluación, como si ella fuera un mapa, un activo o, peor aún, un obstáculo. Lyra sintió cómo el desagrado se le subía por la garganta, un sabor amargo y metálico. Había estudiado a Kaelan durante meses a través de informes y grabados. Sabía que era el estratega que había ganado la última batalla en el Valle de las Ciénagas, el comandante que había bloqueado los puertos de Veridia hasta que su tesorería se vació. Lo odiaba por su eficiencia despiadada, por la arrogancia silenciosa que emanaba de cada centímetro de su ser. El Rey Theodoric carraspeó, rompiendo el tenso silencio. —Príncipe Kaelan, bienvenida sea la Casa de Aethel. Veridia se honra con su presencia. Kaelan hizo una reverencia breve, casi descuidada, una que a Lyra le pareció un insulto. —Rey Theodoric. Mi presencia es solo un reflejo de mi deber. El tratado, como ya hemos acordado, es el único camino para estabilizar la frontera.—Su voz era profunda, un barítono grave que portaba el eco de las órdenes dadas en el campo de batalla. —Y la unión de nuestras líneas de sangre —añadió el rey, con una sonrisa forzada. Hizo un gesto hacia Lyra.— Permítame presentarle a mi hija y heredera, la princesa Lyra. Kaelan giró su cuerpo por completo hacia ella. Sus ojos, de un marrón tan oscuro que casi parecían negros, se detuvieron en los suyos. Lyra no era una belleza frágil; sus facciones eran definidas y su temperamento era conocido por ser tan afilado como el cristal. Ella estaba hermosamente vestida, con todo ese cabello rubio y ojos pardos que la hacían resaltar. Ella mantuvo la barbilla alta, negándose a mostrar debilidad. —Princesa —dijo él, sin emoción. —Príncipe —respondió ella, con la misma falta de calidez. El protocolo exigía un intercambio de cumplidos sobre el viaje o la salud. Ellos intercambiaron una promesa tácita de animosidad. El Rey Theodoric, ajeno o tal vez acostumbrado a las frialdades de la realeza, indicó la gran mesa de ébano donde esperaban los pergaminos del tratado. —Hemos dispuesto una cena privada para los prometidos esta noche. Es esencial que empiecen a conocerse. Lyra casi se echó a reír. ¿Conocerse? Ya se conocían lo suficiente. Él era la razón por la que su gente pasaba frío; ella era el precio de su victoria. Mientras los dos monarcas se dirigían a la mesa, Kaelan se acercó un paso a Lyra, su presencia imponente llenando el pequeño espacio entre ellos. Bajó la voz para que solo ella pudiera escuchar, la formalidad desapareciendo y revelando una punta de filo. —Espero que entienda, princesa, que este matrimonio no es una petición, sino una necesidad. Le ruego que evite las demostraciones de su famoso temperamento delante de mi séquito. La diplomacia es frágil. Lyra sintió un repentino impulso de clavarle el alfiler de su broche. —Y yo espero que entienda, príncipe, que esta unión es una humillación, no una boda. Le ruego que evite dar por sentado que soy una marioneta. Haré mi parte por mi reino, pero no seré su esposa obediente. Soy la heredera de Veridia. Mis opiniones son tan fuertes como sus estrategias de guerra. Una chispa –¿sorpresa? ¿diversión?– cruzó los ojos de Kaelan, pero se desvaneció de inmediato. Una leve, casi imperceptible sonrisa torció una esquina de su boca. —Qué refrescante. Una espina es mucho mejor que una flor. Las espinas se pueden manejar. Las flores, se marchitan. —No intentaría manejarme, príncipe —siseó Lyra. —Podría pincharle. Y las heridas de realeza tienden a sangrar mucho.— Kaelan inclinó la cabeza, la burla ya extinta, dejando solo la seriedad. —Espero que no me malinterprete, pero para que este matrimonio funcione, debemos ser un frente unido. Eso significa que trabajaremos juntos, lo que significa confiar el uno en el otro, y no en el sentido romántico, princesa —aclaró con un cinismo helado.— Sino en el no apuñalarnos al otro por la espalda mientras firmamos tratados. Lyra tragó saliva. La confianza era la única cosa que no podía darle. Sabía que él solo veía un reino que anexar. Pero su mención de "trabajar juntos" encendió una pequeña luz de intriga en su mente política. Veridia estaba débil, sí, pero Kaelan necesitaba la legitimidad de su corona. —¿Trabajar juntos, dice?—preguntó, cruzándose de brazos.— ¿Qué le hace pensar que me interesaría ayudarle a establecerse en el trono de mi gente? —Porque el enemigo de mi enemigo no es el Rey Theodoric, ni usted —respondió Kaelan, y su voz se hizo más grave, un susurro que no llegaba a los oídos de sus padres.— Es el Concilio de las Sombras. Y si mis informes son correctos, ellos ya han estado intentando debilitar tanto a Aethel como a Veridia. Su gente en la frontera ha estado desapareciendo. Mis suministros han sido saboteados. Alguien quiere que caigamos juntos. La sangre de Lyra se heló. El Concilio de las Sombras. Una sociedad secreta de nobles renegados y magos que creían en la restauración de un imperio ancestral. Su padre siempre había desestimado las historias como fantasía. —Mentiras —musitó ella, pero su voz no sonó convincente. —Pregúntele a su padre sobre el incendio en el Gran Archivo de hace dos años. O por qué perdió a su mejor comandante en la batalla del pantano, no por mi espada, sino por fuego amigo. Piense, princesa. No somos los únicos jugadores en este tablero. Y si no unimos fuerzas, si no confía en el enemigo que ve, el enemigo que no ve nos devorará a los dos. Kaelan se apartó con la misma frialdad con la que había llegado, dejándola sola y tambaleándose. Ella lo vio tomar asiento junto a su padre, con la postura de un hombre que controlaba cada aspecto de su vida. Enemigo. Esa palabra resonaba en ella. Lo odiaba, sí, pero el miedo que Kaelan había inyectado en su corazón era más fuerte que su orgullo. La idea de que tenían un enemigo común, un enemigo oculto y peligroso, transformaba su matrimonio de una rendición política a una alianza militar incómoda y peligrosa. Lyra apretó los puños, la seda crujiendo bajo sus dedos. La cena de esa noche no sería un encuentro de recién casados, sino la primera junta de guerra. Y ella acababa de descubrir que el hombre que odiaba era, por ahora, el único al que necesitaba.






