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Capítulo 8: La máscara de Lyra.

El sol de media mañana calentaba la carroza real mientras Lyra y Kaelan se dirigían a Harthwick, una casa de campo ancestral que, por tradición, se convertiría en la primera residencia de los futuros monarcas de Veridia. Para la corte, la visita era un dulce acto de planificación; en realidad, era la excusa de Kaelan para sacarla del castillo y evitar cualquier contraataque del Concilio que pudiera haberse dado cuenta de que Marius había sido expuesto.

—¿Por qué Harthwick, específicamente?—preguntó Lyra, rompiendo el silencio.— Es la propiedad más aislada. ¿Estás buscando intimidad o una emboscada?

Kaelan giró su cabeza, y sus ojos se posaron en ella, una mirada fría y analítica.

—Necesitamos aislamiento para que podamos regresar con historias de peleas apasionadas y reconciliaciones. Además, el aislamiento es también el lugar perfecto para un ataque, pero el Concilio no esperará que un estratega como yo elija un lugar tan obvio.

Lyra sintió un escalofrío.

—Me estás usando como cebo.

—Somos el cebo —corrigió Kaelan con sequedad.— Harthwick es una casa de guerra. Fue construida para resistir asedios. Si nos atacan, estaremos más seguros allí que en el castillo, con tu padre bajo hechizo y tus guardias comprometidos.

Cuando llegaron, la casa de campo era imponente, una fortaleza de piedra oscura y hiedra. Lyra recordó haber pasado allí los veranos de su infancia, pero ahora la sentía como la tumba de su libertad.

Recorrieron los vastos salones vacíos, Lyra con la expresión de la futura señora de la casa y Kaelan con la postura del nuevo dueño. Había sirvientes, por supuesto, pero se mantuvieron a distancia, temiendo la notoria tensión entre la pareja real.

En la gran biblioteca de Harthwick, con estanterías llenas de volúmenes antiguos que Lyra amaba, Kaelan finalmente se detuvo, su postura se relajó ligeramente.

—Esta es la única habitación que me gusta—comentó Kaelan, deslizando un dedo sobre el lomo de un libro de mapas navales.— Su biblioteca es superior a la de mi casa de campo en Aethel.

Lyra se sorprendió por la mención de su hogar. Kaelan siempre hablaba en términos militares o políticos.

—¿Tienes una casa de campo? Siempre te imagino en barracas o en un trono—Kaelan emitió un sonido que no era una sonrisa, sino una contracción de los labios.— Mi casa de campo está al lado del mar. Es rústica. No tiene la grandeza de Veridia, pero tiene sal y silencio. Cuando no estoy en guerra, entreno a mis caballos y leo. Es el único lugar donde puedo olvidar que soy un Príncipe.

La repentina humanización de Kaelan golpeó a Lyra con una fuerza inesperada. Siempre lo había visto como un arma. Pero el hombre que leía y montaba a caballo era algo que podía entender.

—¿Y qué lees?—preguntó Lyra, acercándose a las estanterías, ya no por obligación.

—Historia militar, por supuesto. Y poesía antigua. La historia enseña táctica; la poesía enseña la verdad sobre la naturaleza humana—respondió Kaelan, su mirada aún fija en el libro.— ¿Y tú?

—Estrategia. Y las crónicas de las Reinas de Veridia que se atrevieron a desafiar a sus maridos. Es mi inspiración—dijo Lyra, cruzando los brazos.

Kaelan la miró de nuevo, y esta vez, el análisis se mezcló con un respeto genuino.

—La Reina Elara fue una estratega brillante. Perdió la guerra, pero salvó a su pueblo con un tratado humillante. Yo la admiro.

—Yo también—dijo Lyra.— Aunque preferiría ganar la guerra sin tener que firmar el tratado humillante.

—Ganaremos esta—dijo Kaelan, y su voz era una promesa de hierro.— Pero debes entender que la victoria tiene un costo, Lyra. Y a veces el costo es personal. Es algo que mi madre me enseñó.

Lyra dudó. Esta era la primera vez que mencionaba a su madre de manera personal.

—¿Qué te enseñó tu madre?—

Kaelan cerró el libro de mapas y lo dejó con un golpe seco, como para sellar el recuerdo.

—Mi madre era de una familia de hechiceros. Ella siempre me dijo: "El poder es la máscara más pesada que llevarás. Nadie sabrá quién eres realmente, y no puedes permitir que lo hagan. Tu soledad es tu escudo"

Lyra sintió una punzada de comprensión. Su arrogancia, su frialdad, su control absoluto, eran la máscara pesada de Kaelan. Ella, sin quererlo, llevaba una similar. El odio entre ellos se convirtió en un reconocimiento doloroso de dos almas aisladas por su destino.

El momento de vulnerabilidad fue abruptamente interrumpido. Afuera, en los vastos jardines, un grito agudo y cortante perforó la calma. Lyra y Kaelan intercambiaron una mirada de alerta instantánea.

—Cebo mordido—gruñó Kaelan, y en un instante, el hombre que leía poesía desapareció, reemplazado por el comandante.

Kaelan sacó de su cinturón una daga de combate.

—Quédese detrás de mí. Ahora. Sin discusión. Los sirvientes están comprometidos o son incompetentes.

Corrieron hacia la puerta principal. Un Barón que había acompañado a Kaelan, y su prometida, Lyra, estaban enzarzados en una pelea con una figura encapuchada vestida de gris oscuro, un color que coincidía con los agentes del Concilio de las Sombras. El agente era rápido y usaba cuchillos arrojadizos.

—¡Lyra, por la cocina!—gritó Kaelan, ya corriendo.— ¡Coge el arma de emergencia!

Lyra, obedeciendo el instinto de Kaelan, que era ahora más fuerte que su aversión, corrió. En el pasillo oscuro de servicio, sabía dónde encontrarla: un pequeño arcón escondido detrás de las cortinas de terciopelo. Abrió el arcón y encontró una ballesta de caza corta y pesada, perfecta para el combate cuerpo a cuerpo.

Cuando regresó, Kaelan estaba luchando en el salón de la entrada. Había logrado herir a uno de los atacantes, pero había un segundo agente flanqueándolo. El primer agente levantó la mano, y una sombra negra se condensó en su palma.

—¡Magia de Sombras!—gritó Lyra. Sin dudarlo, apuntó con la ballesta y disparó.

El dardo golpeó al agente justo en el hombro mientras se preparaba para lanzar el ataque. El hechizo se disolvió en humo. Kaelan aprovechó la distracción, derribando al segundo agente con una patada brutal.

Kaelan se giró, su pecho subiendo y bajando por el esfuerzo. Vio a Lyra con el arma en mano, su rostro pálido pero firme.

—Buena puntería, Princesa—dijo Kaelan, su voz cargada de una mezcla de alivio y asombro.— Ahora, quema esto.

Rápidamente, Kaelan recogió unos papeles que el segundo agente había intentado lanzar, probablemente un documento de propaganda del Concilio, y se lo entregó a Lyra. Ella lo lanzó al fuego que ardía en la chimenea, incinerando la evidencia.

Mientras los guardias de Aethel acudían a la llamada, Kaelan se acercó a Lyra. Ella aún sostenía la ballesta, sus nudillos blancos.

—Estás temblando—susurró Kaelan.

—No por miedo. Es la ira que me está volviendo loca—replicó Lyra, pero sus ojos estaban fijos en el suelo donde los agentes yacían inmovilizados.

Kaelan, por primera vez, no la tocó con el fin de fingir o dar una orden. Puso una mano en el hombro de ella, un contacto firme y protector.

—Estamos a salvo. Y ahora el Concilio sabe que si nos atacan en un lugar aislado, podemos defendernos. También saben que tú, la Princesa, puedes disparar una ballesta. Tu máscara se ha roto, Lyra.

—¿Y eso es bueno?

Kaelan sonrió.

—Lo es.

El contacto de su mano, tras el tensión del combate, era reconfortante. Lyra se apoyó mínimamente en su toque. El miedo se había ido, reemplazado por una química feroz. Habían matado juntos. Habían protegido juntos sus secretos.

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