La culpa era un ácido que le corroía las entrañas. Cada vez que veía a Alexandra, pálida y distante, una sombra de lo que fue, el recuerdo de su propia brutalidad lo golpeaba con una fuerza renovada. Pero fue la indiferencia absoluta, ese muro de hielo que ella había erigido, lo que finalmente quebró su parálisis. No podía quedarse de brazos cruzados, ahogándose en su propio remordimiento. Tenía que hacer *algo*. Y si no podía reparar el daño, al menos podía intentar entenderlo.La ira ciega se había disipado, dejando paso a una fría y metódica determinación. Sentado en su estudio, con el teléfono nuevo en la mano, llamó a su jefe de seguridad, Marco Valenti, un hombre cuya lealtad y discreción estaban por encima de cualquier precio.—Marco, necesito que investigues algo —dijo Adriano, su voz era grave pero ahora cargada de un propósito lúcido—. Las fotos que recibí de la *Signora*. Quiero saberlo todo. El origen del correo, el fotógrafo, cada detalle.—*Súbito, Signore De'Santis* —re
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