La habitación era un torbellino de fuerza bruta y desesperación. Los gruñidos de Adriano, cargados de rabia y celos, se mezclaban con los sollozos entrecortados de Alexandra. Él era un muro de músculo y furia, imposible de contener. Sus manos, que alguna vez ella había imaginado con ternura, la sujetaban con una fuerza que le dejaría moretones, arrancando la fina tela de su vestido como si fuera papel.—¡Basta, Adriano, por favor! —suplicó, volviendo la cabeza, sintiendo el pánico ahogarle la garganta—. ¡No es lo que piensas!Pero él estaba sordo a sus palabras. Solo veía las fotos. Solo sentía la mordedura corrosiva de la traición. Cada lágrima que rodaba por su mejilla, cada temblor de su cuerpo, lo confirmaba en su locura: era la reacción de una mujer pillada en falta, no de una inocente.La sujetó con más fuerza, inmovilizándola por completo bajo su peso. El mundo de Alexandra se redujo al dolor en sus muñecas, al calor enardecido de su cuerpo, al terror puro y primitivo. Cerró lo
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