El Sabor Amargo del Desprecio: Esposa Engañada
El Sabor Amargo del Desprecio: Esposa Engañada
Por: DaysyEscritora
01

Miranda sostuvo con fuerzas ese ramo de flores entre sus manos. Su imagen en el espejo de cuerpo completo era, en realidad, la vida que no quiso, pero la única opción de salvar a su familia de la ruina. Sus ojos verdes estaban ausentes de felicidad, pero... ¿qué más daba?

Se obligó a alejar de su mente ese recuerdo que solía meterse en su cabeza; él, ese chico de mirada profunda que ahora se iba a convertir en su esposo. Y es que, ese día el cielo estuvo distinto, lleno de pinceladas de colores que pintaban un hermoso atardecer. Miranda se dejaba guiar por ese chico que, tras dos meses de estadía y de conocerlo, se convirtió en un amigo, aunque en el fondo le gustaba, pero era difícil admitirlo.

Alec incluso había ido a su casa y cenó la comida que la madre de Miranda ordenó preparar; eran realmente cercanos, esos días.

—Alec, ¿volverás a tu ciudad y no habrá un retorno?

Él suspiró.

—Hay una razón para volver.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿De verdad? Me has dicho que debes regresar. No entiendo por qué hago esto, no me hagas caso, soy una tonta. Sabía desde el principio que solo estabas de visita —emitió en un tono bajo.

—La razón eres tú, Miranda.

Ella se sonrojó. Esos días, tras toparse por casualidad, amigar y hacer planes juntos, de pronto él se convirtió para ella en un amigo. Pero sus sentimientos por él se convirtieron en algo más profundo. Y él, al parecer, correspondía sin emitir una sola palabra.

Hasta que...

—¿Yo?

—Sí —se aclaró la garganta—. Eres una gran amiga, Miranda.

Ella en ese momento se sintió una tonta por haber esperado una declaración de amor, pero la verdad es que Alec también sentía algo que no se atrevió a expresar. Ella disimuló.

—Supongo que esto no es una despedida.

—No lo es. Y, para prometerlo, te daré esto —agregó tomando su mano; en el acto, ella sintió un escalofrío recorrer su cuerpo—. Es un brazalete, también tengo uno.

Mostró ambos.

—¿Brazaletes a juego? —soltó sorprendida.

Él sonrió.

—Grabemos nuestros nombres en ellos la próxima vez que nos veamos. Es una promesa.

Ella confió en sus palabras. ... hasta que su madre, la señora Sutherland, la presentó a Alec Radcliffe, el heredero, como su futura esposa. Él la miró sin un atisbo de reconocimiento. La promesa se había roto.

No había una sonrisa dulce dibujada en sus labios, tampoco la amabilidad en su mirada; solo indiferencia. Y allí estaba, viviendo una vida escrita por alguien más, para ella.

—Hija mía, sonríe y quita esa cara, por favor. Debes levantar la cabeza y ver el futuro que nos espera.

—Mamá, Alec no me recuerda ni un poco, le ha enfadado este matrimonio y yo...

—Cállate, Miranda —la silenció llevando un dedo a su boca—. He dicho que sonrías, habrá muchos camarógrafos allá afuera. Recuerda que adonde sea que vayas eres una Sutherland, las apariencias importan. ¿A quién le importa si te recuerda o no?

Ella asintió con la cabeza. Era el peso que debía cargar, su apellido que resultaba ser una carga, incluso ahora en la quiebra. Ella no había insistido en el pasado, no se había atrevido a mencionar el verano, ni la playa, ni la promesa, temiendo la humillación de la negación y, francamente, avergonzada de tener que mendigar por su recuerdo para un matrimonio de conveniencia.

—Sí, mamá. —sumisa como solía ser, dejó caer la cabeza. Su madre, con sus enormes ojos verdes como los suyos, batió las pestañas con coquetería.

—Estás hermosa, hija mía, robarás todas las miradas. Es hora —agregó dándole una clara señal.

Y fue allí donde todo comenzó para Miranda. Una ceremonia en la que no sintió más que desprecio de parte de ese hombre: Alec Radcliffe. Incluso durante los votos, podía sentir sus palabras afiladas y cómo ese hombre emitía la sentencia con sus ojos.

No había amor. No había emociones sinceras. Solo era la unión concertada por la madre de Alec, sí, Elizabeth había tenido "compasión" por la familia Sutherland, permitiendo así aquel matrimonio entre la única hija de la familia Sutherland, ahora en bancarrota, y su único hijo, Alec Radcliffe.

Claramente había intenciones ocultas que solo el tiempo diría.

—¿Acepta como esposo a Alec Radcliffe?

—Yo... —observó a todos lados, mirando a los presentes; su corazón latía despavorido, pero sabía que debía aceptar sí o sí—. Acepto.

Alec esperó su turno, aun con esa mirada de león sobre ella, la de un felino observando a su presa, no con deseo, sino con maldad. Entonces llegó su momento.

—Acepto —declaró con su varonil y profunda voz. Ella tragó duro.

—Siendo así, los declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.

Cuando el hombre se fue inclinando hacia ella, Miranda sintió cómo su cuerpo se puso tan rígido como una piedra. Pero, al mismo tiempo, esa emoción interna que había sentido alguna vez hizo acto de presencia otra vez. El beso no fue más que un toque sobre su mejilla acompañado de una advertencia que hizo que se erizara de los pies a la cabeza.

—Mi madre se arrepentirá de haberte convertido en mi esposa. Pero ella no hace nada sin algún motivo —agregó y, al separarse, ella avistó una burlona sonrisa.

A partir de ese momento, la vida de Miranda se convirtió en una pantalla. En los días que siguieron, Alec mantuvo la distancia, pero cumplía con su deber de esposo para la vista de los demás y de ella. Su trato se volvió menos hostil y más cuidadoso; no había amor, sino una convivencia por el bien de ambos. El objetivo principal, lo sabía, era asegurar el futuro de los Radcliffe. Su madre, Elizabeth, no tardó en dejar claro el requisito indispensable del heredero. Fue allí, durante ese período de su obligación conyugal, donde Miranda supo que tenía la obligación y la responsabilidad de embarazarse y dar a luz al heredero de los Radcliffe.

Pero...

Luego, aquel día, la noticia desgarradora llegó.

—Señora Radcliffe, lo siento. Ha perdido a su bebé...

Miranda iba a gritar, pero en ese preciso momento sintió cómo la alarma había sonado y despertó. Sí, cinco años desde aquel día, pero aun seguía sintiendo el mismo dolor que desgarraba su alma y la hacía sentir como una inútil.

Ahora todo era tan diferente. Y ella se preguntaba si alguna vez su marido la había amado de verdad, si en realidad lo que ella creyó que se había convertido en amor fue sincero y no era más que el interés absurdo de su marido cuando se enteró de que ella le daría un hijo. La duda de si ese calor que sintió con el Alec de ahora se parecía remotamente a la promesa del Alec de hace siete años la consumía.

Tenía el cabello despeinado y enormes bolsas oscuras debajo de sus ojos, señalando que no había dormido lo suficiente, que había pasado unos días difíciles. Con el ánimo por el suelo, terminó obligada a ducharse y luego miró otra vez aquel frasco de antidepresivos, que, incluso si los tomaba al pie de la letra, no veía que estuvieran surtiendo efecto.

La tortura era tan emocional y mental que se agotaba terriblemente. Labios pálidos, rostro sin brillo y una mirada que gritaba ayuda, pero era silenciada. Tenía que vivir de las apariencias. Miranda salió de allí tomando su teléfono, lo había observado tantas veces con la esperanza de obtener la información que había estado buscando, pero esta no llegaba.

¿Y si el detective que contrató no estaba haciendo su trabajo adecuadamente? El rugido en su estómago la sacó de su ensimismamiento y supo que tenía que alimentarse. Se dirigió al comedor, en aquel lujoso lugar al que estaba acostumbrada, pero ver que Alec seguía allí hizo que ella se incomodara.

El hombre parecía estar ocupado con una llamada, pero la terminó en cuanto la vio allí. Sin embargo, volvía a tener la mirada azulada, fría y desalmada de ese hombre sobre ella.

—Buenos días.

—Buenos días. Debo irme —informó sin hacer contacto visual con ella.

No era algo raro, de todos modos. Cuando estaba en casa era como si no lo estuviera. Se movía de un lado al otro como un fantasma y no cruzaban demasiadas palabras. Dejó de pensar en ese asunto cuando su teléfono vibró y, al darse cuenta de que era una llamada de Elías, se aseguró de no ser escuchada por un tercero.

—Elías, ¿has conseguido algo? —quiso saber, ansiosa.

—Señora, ya tengo la información que buscaba. Acabo de enviar un mensaje de texto, adjunto encontrará un archivo con todo.

Miranda ni siquiera respondió, terminó la llamada y abrió el archivo sintiendo que todo iba demasiado rápido. Respiró hondo y se sentó en el sofá asegurándose de que algo que podría desestabilizarla por completo al menos no provocara en ella que perdiera el equilibrio en pie. Y de pronto, allí estaba esa imagen ligeramente desenfocada, pero inconfundible. Y es que su marido estaba entrando a un edificio moderno y lujoso a la par de una mujer que no reconoció; definitivamente no era un lugar que ninguno de ellos conociera.

Se cuestionó: ¿Ella era la razón por la que su marido se había convertido en un hombre frío con ella? Sus dedos temblaron cuando al deslizar la pantalla para ver la siguiente foto descubrió que ambos estaban dándose un beso en la mejilla, de nuevo esa mujer de cabello castaño sobre los hombros. En la última fotografía se les podía ver tan cerca mientras sonreían.

—Así que de esto se trata. Me estás engañando con esa mujer —emitió con dolor y decidió llamarlo. Sus dedos estaban temblando mientras marcaba, pero terminó rechazada por él, porque el primer tono falló, el segundo también y en el tercero recibió aquella voz automatizada indicándole que dejara un mensaje; terminó colgando llena de mucha rabia.

Y en la noche, cuando vio las luces del auto de Alec, lo esperó, con intenciones de encararlo y exigir explicaciones. Incluso si las cosas entre ellos estaban torcidas y parecía que no había forma de repararlo, ella seguía siendo su esposa y él le debía respeto.

Alec apareció, con expresión inconfundible de que estaba agotado tras una larga jornada laboral. Se aflojó la corbata y luego la vio de brazos cruzados. Frunció el ceño.

—¿Me estás engañando? Alec, te estoy haciendo una pregunta. ¡¿Por qué te quedas callado?! —reclamó.

—Miranda, ¿vas a empezar ahora a inventar tonterías? Lo único que quiero es ducharme y descansar, ha sido un día bastante intenso para mí. Pero lo único que encuentro al llegar es un interrogatorio de tu parte. ¿No podemos seguir como antes? —inquirió, bufando.

—¿Cómo antes? Supongo que te refieres a seguir ignorándonos, pero no puedo pasar por alto tu infidelidad. ¡Es demasiado! Y, si tanto crees que miento, explica esto —agregó arrojando el teléfono a su pecho.

Incluso cuando el hombre sostuvo el teléfono entre sus manos y vio las pruebas de las que su mujer hablaba, no se inmutó. Subió los hombros y le devolvió el teléfono.

—¿Eso es todo? Veo que has llegado muy lejos, Miranda. ¡No tienes ningún derecho!

—Nos divorciaremos —soltó, apretando los dientes—. Terminemos con esto, Alec.

—¿Divorciarnos? Creo que te has vuelto loca, Miranda. No te daré el divorcio.

Ella tembló. ¿Por qué si no tenía nada que perder y ya lo que tuvieron se rompió, aun así, por qué Alec insistía en mantener ese maldito matrimonio? Y... ¿De verdad no la recordaba?

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