La luz de la mañana se colaba a raudales por los ventanales del comedor, iluminando una escena de aparente normalidad tan frágil como el cristal. La larga mesa de roble rebosaba de comida: café humeante, pan recién horneado, jugo, frutas y embutidos. Pero el aire estaba cargado de una tensión que ni el aroma más delicioso podía enmascarar.Alessa, con una sonrisa que le costaba mantener, se inclinó hacia Gabriele, que estaba sentado a su lado, absorto en su plato de cereales.—Después del desayuno iremos de compras —anunció, con un tono de voz deliberadamente dulce—. Elegirás todo para tu habitación: muebles, decoración, ropa nueva. ¿Qué te parece?Gabriele ni siquiera alzó la vista. Su voz fue un eco plano, carente de toda emoción. —Me da igual dormir en cualquier habitación. Y, aunque no es mucha, traje mi ropa. No aspiro a quedarme mucho tiempo aquí.El corazón de Alessa se encogió, pero no se rindió. La resiliencia que había forjado a sangre y fuego entró en acción. —Bueno, ¿y qué
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