El eco de los pasos del doctor Navas resonaba en el pasillo subterráneo, un lugar que olía a humedad, metal y secretos viejos. Cada paso lo acercaba a algo que intuía peligroso, aunque no podía imaginar cuánto.El guardia que lo había escoltado se detuvo frente a una puerta metálica. Golpeó dos veces y esperó. —Pase —se oyó una voz firme, grave, sin prisa.El guardia abrió la puerta y el doctor entró.El ambiente dentro era distinto: sobrio, elegante en su oscuridad. Un escritorio de madera maciza, un par de copas de cristal y una lámpara de luz cálida que apenas iluminaba el rostro de Caleb. Pero ya no era el Caleb humilde, nervioso o inseguro. Este hombre vestía diferente. Su mirada era más fría, su voz, más profunda.Caleb se levantó de su asiento con calma y extendió la mano. —Doctor Navas.El médico dudó por un instante, luego estrechó su mano. La presión fue firme, calculada, como la de alguien que medía cada gesto. —Un placer, señor… —dijo el doctor, dejando la frase inconclusa
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