El yate reposaba como un animal precioso en el muelle: lino blanco, maderas pulidas, una quietud de lujo que olía a alcohol añejo y a poder. Rous ascendió la pasarela con la cadencia de quien practica la indiferencia como coraza, aunque por dentro le resonaba el miedo y la decisión.
Sus tacones marcaron un compás frío sobre la cubierta hasta que, en el salón principal, el aire cambió: más denso, más caliente. Allí, en medio del esplendor, David la esperaba como si el mundo hubiese sido hecho para que él lo ocupase.
David no se levantó al verla entrar. ¡Nunca lo hacía! Fue ella la que se acercó, y en ese instante la sala pareció medir la distancia entre ambos: una mujer vestida para la batalla y un hombre acostumbrado a poseerlo todo con la mirada.
David alzó la copa con calma y dejó que sus ojos, dos carbones pulidos, recorrieran su figura con la mezcla de avaricia y deseo de quien evalúa el valor de un objeto antes de comprarlo.
—¡Estoy preparada para lo que quieras hacerme! ¡David!