Rous sintió cómo el aire se le iba de los pulmones. Su rostro perdió el color por completo, y por primera vez en mucho tiempo, no encontró palabras que disfrazaran su miedo. Caleb sostenía la prueba de embarazo en la mano, con los restos del empaque rasgados, y una sonrisa que no debía existir en esa escena. Su alegría contrastaba con la mirada vacía y desencajada de ella.
—¡No puedo creerlo! —exclamó Caleb, con una emoción limpia, casi infantil—. ¡Vamos a ser padres! Rous… ¡vamos a tener un hijo!
Su voz sonaba llena de esperanza, como si todo el sufrimiento de los últimos meses se hubiese disuelto con esa noticia. Sus ojos brillaban, y por un instante, ella pudo ver al mismo hombre que la había amado con devoción en los días de gloria. Pero aquello, para Rous, era una puñalada.
—¿Felicidad? ¿En serio, Caleb? —le reclamó con un tono gélido, casi temblando de rabia—. ¿Esperas que yo comparta tu maldito entusiasmo? ¡No puedo creer que sonrías como si esto fuera una bendición!
Caleb parp