El aire que se colaba por la hendidura de la pequeña ventana le arrebató la poca esperanza. El silencio, un ruido insoportable. Rous apretó la prueba con fuerza hasta sentir el plástico crujir entre sus dedos. Las lágrimas no brotaron; hacía tiempo que su llanto se había convertido en un rencor seco, en una rabia que quemaba más que el fuego.
Sosteniendo la prueba a medio destruir, su grito se escondió con el sonido de la descarga del inodoro. —No... no puede ser —susurró, mirándose al espejo rajado del baño—. ¿Ahora que haré?
Se apoyó en la pared como si el peso de esa noticia le hubiera roto las rodillas. El reflejo la observaba desde la penumbra, con el cabello suelto y el rostro cansado; una mujer distinta a la que una vez soñó ser. Una mujer muy distinta a la que su madre deseo que fuese.
Entonces, el odio tomó forma, el rencor se transformó en su sombra. Tomó su teléfono, con manos temblorosas, y marcó el número que conocía demasiado bien. Ese numero al que marcaba cuando la sol